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1.31.2012

Quien te quiere te aporrea ¿o violencia intrafamiliar?

En 1990, Chile ratificó su compromiso con la Convención de los Derechos del Niño de 1989 promovida por las Naciones Unidas, asumiendo el compromiso de asegurar a todos los niños y niñas (menores de 18 años) los derechos y principios que ella establece, derecho a la familia, derecho a expresarse libremente, derecho a la educación, derecho a la identidad, derecho a la protección contra los abusos, derecho a una vida segura y sana, derecho a la protección contra la discriminación, entre muchos otros. Ante esta situación el estado asume responsabilidades tales como destinar financiamientos a instituciones que velan por el cumplimiento de esos derechos y privilegios para nuestros niños, mas es en la institución familiar donde los abusos y malos tratos parecen tener una incidencia más devastadora en las sociedades del mundo entero, con consecuencias (traumas, síntomas, etc.) que en el ejercicio clínico de nuestra profesión aparecen con una recurrencia más que preocupante. Los relatos vienen no solo de niños, sino también de adultos quienes fueron maltratados por sus progenitores, cuidadores o quien haya tenido una función formadora y estoy seguro que hasta los más experimentados terapeutas no quedan indiferentes ante los hechos relatados por una víctima de abusos, abandonos o agresiones. Aparecen muchas justificaciones que parecen respaldar una modalidad de imposición de la ley mediante el golpe, el grito o simplemente el desamparo, ignorando a quien está más necesitado o quien no posee herramientas para protegerse de manera apropiada ante situaciones de violencia, al parecer esto es porque la situación de violencia es habitualmente generadora de “vergüenzas” tanto para las víctimas como para victimarios, lo que queda demostrado en las diferencias que existen entre el comportamiento público y el privado, la minimización de sus actos, culpabilización de terceras personas, etc., vergüenzas asociadas a la baja autoestima que acarrea el acto de violencia, como un claro resultado de la alteración de la percepción del Yo. Si consideramos que un sujeto, al ser atravesado por el lenguaje, arrastra una frustración inherente a la pérdida de goce producto de las limitantes propias de la imposibilidad de representar la realidad en palabras, pues es más preocupante aun que quien tiene la función de cuidado y “formación”, traiga consigo una carga de violencia hacia su “protegido”, y, lo que ocurre en tantas ocasiones, que la víctima no sea solo los pequeños de la familia, sino también su pareja, quien queda descartada en tantas ocasiones como un factor protector para los menores, ya que su nivel de indefensión con suerte le permite mantener su propio balance emocional. Los efectos de la violencia en la infancia afectan al sujeto en su constitución, propiciando un desarrollo psíquico que puede terminar en la introyección de las figuras parentales desde su agresión, presentando una orientación hacia el “deber ser” basado en la exigencia y la severidad del castigo en caso de fallos, pudiendo traducirse en culpas excesivas o simplemente (lo más lamentable) repetición de conductas en años futuros, generando una cadena de violencia que podría ir a una nueva generación. El lamentable legado de la violencia podría ser subjetivamente infinito, son inimaginables los destinos de un sujeto que se desarrolla ante una imagen violenta que impone la ley con ofensas, golpes, descalificaciones o abandonos, por tanto la responsabilidad que tenemos para con nuestros niños debe llevarnos a una pronta identificación de tales hechos, denuncias eficaces y a mantener instituciones que desarrollen una labor efectiva ante la protección y también el reparo para quienes son afectados de violencia en la familia. Claudio Lira Quezada

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